
Nuestra Inspiración

Nuestra inspiración
Andrés Gaspar Giai
(10 de mayo de 1913-1977)
El área protegida en la que se emplaza GuiráOga lleva el nombre de “Andrés Giai” en homenaje al reconocido naturalista.
Corría el año 1947 y era el flamante encargado de la Sección Ornitología del museo. Por entonces buscaba la oportunidad para participar en expediciones al interior del país, y ésta llegó de la mano de un raro ejemplar de pato, con pico agudo cargado de pequeños “dientes” y copete marcado. El doctor E. del Ponte y el taxidermista A. Aiello lo habían capturado en la frontera oriental de Misiones, mientras realizaban sus investigaciones sobre la fiebre amarilla. Giai enseguida notó que se trataba del “pato serrucho”, especie casi desconocida a la fecha, con sólo tres ejemplares en las colecciones argentinas y hasta rumores de su presunta extinción.
Poco le costó convencer al director del museo, don Agustín Riggi, sobre la conveniencia de hacer una expedición al por entonces, Territorio Nacional de Misiones. En 1948 a esta tierra casi virgen, y con la ayuda de Vialidad Nacional que se encontraba trazando la ruta 12, Giai llegó hasta el puente del arroyo Aguaray Guazú: su primer encuentro con la selva y sus secretos. Conoció a la hormiga “corrección”, se mezcló con baquianos que le enseñaron a distinguir abejas montaraces (hasta por el olor de su miel) y aprendió el abecé de la caza en el monte. Él mismo se convirtió en un baquiano, reconoció rastros, aprendió a trampear y cazar como lo hacían los locales. No sólo con finalidad científica, su principal móvil, sino también para alimentarse, pues aquellos apartados sitios no contaban con almacenes ni casas para aprovisionarse.
Advirtió que la mejor manera de explorar el intrincado escenario misionero era navegar sus arroyos, remando vigorosamente contra la correntada en remansos y arrastrando la embarcación a pié entre las rocas de las “correderas”. El timbó ofrecía la mejor madera para construirlas livianas y resistentes. El esfuerzo se veía compensado con el hallazgo de especies novedosas, incluso nunca antes registradas en el país.
Su primer pareja de “serruchos” estaba ya taxidermizada cuando una rata, que se había ganado en su rancho techado de pindó, se ensañó con las patas de uno de ellos. La búsqueda de nuevos ejemplares se complicaba en el Aguaray Guazú, según lo explicaba Giai: “Todo el bosque del río Aguaraí Guazú, ya ha sido explotado de las maderas de ley y como sucede generalmente, ha progresado el sotobosque tejiéndose una vegetación arbustiva endemoniada”.
Prefirió entonces avanzar más al norte, hasta el Urugua-í, donde las selvas sí eran vírgenes, y los yaguaretés se acercaban al campamento de Vialidad para observar a los intrusos y donde no existía ninguna noticia de exploraciones río arriba. Píriz y el negro Pedro Mareco (que según decían “olía a los animales”) eran sus baquianos, y los tres desaparecieron en la selva por meses. Librado a su suerte y a su resistencia física, Giai estaba dispuesto a captarlo todo. El pato serrucho era una presencia habitual y pudo obtener nuevos ejemplares. Ya no debía cuidarlos de las ratas, sino de las águilas crestadas -como la viuda y la real, predadores naturales del pato-, quienes trataban de arrebatarle los ejemplares embalsamados.
Fue testigo del accionar de “bandas” de lobos gargantilla (nutria gigante) persiguiendo peces y tortugas. Gritos y soplidos de un animal que hoy habría desaparecido de la Argentina. Convivió con carpinchos, venados, chanchos de monte (tateto y cabalí), antas, pacas, acutíes, pumas, gatos onza, pavas, monos caí y coatíes. Por nombrar sólo a algunas de las especies que su pluma se encargó de describir.
Pero la ausencia de noticias comenzó a preocupar a parientes y compañeros del museo, la policía territorial había perdido su rastro en el campamento de Vialidad. Y pasaron varios meses… hasta que tres hombres, barbudos y muy delgados, emergieron de la selva del Urugua-í: habían vivido a carne de monte, mate y “reviro”, y traían un valioso cargamento de novedosas piezas faunísticas (entre ellas cuatro patos serrucho). Las crónicas de su viaje y los resultados científicos fueron publicados entre 1950 y 1951 en El Hornero.
Sus historias causaron tal entusiasmo entre sus camaradas del museo, que comenzaron a programarse nuevos viajes, a los que se agregaron William Partridge y Jorge Cranwell. Consiguieron financiación para instalar el campamento base “Yacú-poí” (casi una “estación biológica”), estratégicamente ubicado cerca del ya clásico “barrero Palacio” (los misioneros llaman “barreros” a los sitios donde los animales acuden en busca de sales que afloran naturalmente). Perfecto Rivas, el baquiano con quien Giai entabló una perdurable amistad no había visto un palacio ni en fotos, pero bautizó así aquel barrero por hallarlo “magnífico, y alto como un palacio”.

El campamento, iniciado gracias a las hazañas de Andrés Giai, se mantuvo hasta 1960. Por momentos se poblaba de prestigiosos investigadores, naturalistas, taxidermistas y una no menor proporción de baquianos y amigos, a los que Giai entretenía empuñando con frecuencia la guitarra.
Pero Andrés Giai abandonó la escena hacia 1952, llevándose imborrables recuerdos. Se desprendió de la selva al tiempo que su amigo Perfecto Rivas, prefirió regalar su arma, con la que “había matado ya doce tigres…, si habría un trece, éste lo cazaría a él”.
El nuevo ámbito de Giai fue la cordillera nor-patagónica, vivió en Bariloche, siguió mirando pájaros, y ahora rastreaba huemules. En los ’70 se decidió a rescatar sus artículos publicados en viejas revistas y compilarlos en un libro. En eso estaba cuando el documentalista Andy Pruna lo conoció y no dudó en incluir su pericia y carisma en “Había una vez en el sur”, un documental de naturaleza que fue “éxito de taquilla”. Pruna quedó tan conforme con don Andrés que le propuso rodar “Había una vez en el norte”, en la Misiones de sus recuerdos.
Giai abrazó la idea con entusiasmo y volvió a la selva en 1975. Se asomó a las cataratas del Iguazú y se alojó en la Seccional Yacuy del Parque Nacional. Hizo base en Puerto Esperanza. Entre mate y mate había dicho a los amigos “Me voy a quedar en Misiones, porque acá todos los pájaros me conocen¨. Pero vaya a saber qué presagio lo llevó a presentarse un día en lo de Hugo Pesce, con la siguiente frase: “Aquí estoy, vengo a morirme”.

Poco después, una fría madrugada, Andrés Giai (“Andresito” para los íntimos), el excelente naturalista, el hábil dibujante, el taxidermista genial, el músico de varios instrumentos, este “Hudson” en pleno siglo veinte, calló para siempre. Sus amigos lo enterraron en la selva.
Ni siquiera supo que muchas de las especies que antaño cazaba, ahora se extinguían. Que un proyecto hidroeléctrico acabaría por inundar la selva de sus aventuras. Se fue cuando más hacía falta: hubiese sido un aliado incondicional para salvar la selva. Un desafío que él mismo instaló en nosotros, seguramente sin saberlo, desde las páginas de su libro publicado un año después de su partida “Vida de un naturalista en Misiones”.
Andrés Giai se quedó en la selva que tanto amó.